sábado, 4 de septiembre de 2010

Línea 4 (4): Teatros

La estación bullía de gente: limosneros, enfermos falsos, músicos que lloraban, personas mayores alteradas pero serenas, estudiantes molestos, policías de todo tipo. Yo pensaba en ti, viéndome desde la cabina del conductor, y reclamándome mi labor con tus ojos airados. Pensaba en tu belleza, en tu piel tan tersa, en los años juntos. Entré a la cabina y te miré, te tomé en las manos y entendí el mensaje. Me fui caminando poco a poco hacia atrás de la estación. Sancho empezó a mirarme. Con el rostro y los ojos opacos, me decía “no lo hagas”. Me hice el loco. Llegando al final, tropecé con un estudiante. Me vio las intenciones. Sin pensarlo volteó hacia un tombo, le quitó el radio y me lo entregó. Llegó Sancho. Con rabia me dijo: “avísanos de todo y te iremos a rescatar. ¡Que la peña de Francia te acompañe guevón!”. Y entré en la cueva.
Iba dándole señales al estudiante y a Sancho, pero a partir de un momento me quedé sin señal y la linterna dejó de emitir luz alguna. Me sumí en la oscuridad. Me envolvió la cueva. Sin razón alguna, sin entenderlo siquiera, de esas formas estúpidas en las que llegan los recuerdos, vino a mi mente el nombre Pedro. Y una ansiedad enferma. Eso fue todo.
Serían dos días aproximadamente cuando salí del túnel. Sancho me recibió del otro lado, con un abrazo que nunca me había dado. Sí, me abrazó, Aldonza, quién lo diría. El estudiante estaba contento. Ya no había tanta gente como antes de entrar en la estación. No sabía muy bien por qué. “¿en qué demonios te metiste?, pensé que te habíamos perdido. Te radiábamos y tú nada que respondías”. El estudiante me comentó lo mismo. “Estuviste más de dos horas allá adentro”. Ahí me quedé en el sitio Aldonza. Pensé que llevaba mucho más tiempo adentro, más de un día. Se los hice saber. Me miraron raro y lo negaron. En fin, me dispuse a contarles lo que vi e hice:
“Sentí, al rato de entrar, envuelto en la oscuridad, que me había perdido. Entonces vi muy cerca un espacio un poco más iluminado. Pensé que sería un espacio para colocar cosas, cuando reparan las vías, digo. No conozco esa dinámica en la empresa, es otro departamento. Los escuchaba hablar por el radio, pero no me escuchaban por lo que veía. Me senté, recostado del hueco ese. Y me quedé dormido. Me desperté en pleno Parque El Calvario, hermoso, luego de que lo arreglaron. Me restregaba los ojos, pensándome dormido, soñando, pero no fue así. Vi al fondo, en la pequeña capilla que hay, una puerta abrirse, y vi salir de ahí a un venerable anciano, vestido de verde, con una extraña gorra y una barba larga y cana. Llevaba un rosario en la mano. Quedé admirado. Llegó hasta donde estaba y lo primero que hizo fue abrazarme. “tiempo sin verte Alonso, tiempo sin verte. Desde los años de la PTJ. Vente, yo soy Montesinos, un pana de Sancho que desapareció en la construcción. Soy el conserje de la capilla, le cuido las vainas al cura. Ven para mostrarte”. Entramos adentro, y vimos los restos de la reconstrucción de la capilla, y algunas huellas de los tiempos en que la hicieron. Cerca del altar, había dos tumbas. “Esta es la tumba de Rodrigo, tu hermano”. Lo miré fijo a los ojos. “Y esta es la tumba del chamo que mataste cuando el operativo”. Mis ojos bajaron entonces. “Hice una promesa de mostrarte las tumbas y decirte que son muertes que necesitan ser vengadas. Pero como una la hiciste tu, es tu culpa, debes pagar una promesa para liberar el alma del muerto”. “Bien”, le dije, “¿pero y la de mi hermano?”.” Esa tendrás que dejársela al tiempo”, me respondió. “Y ese tiempo no ha llegado todavía”. Entonces vimos salir del despacho de cura, supongo, a dos mujeres con paños en la cabeza y vestidas de blanco. “¿Ellas quiénes son?”, le pregunté. “Eran las mujeres de los muertos. Están pagando promesa de no salir de la capilla, de atenderla, mientras tú vas pagando la tuya y te preparas para conseguir al tipo que debe pagar la de tu hermano”. Luego me dijo lo que debía hacer. La mayor de las mujeres lanzaron unos caracoles en un cuenco y emitieron unas palabras en Yoruba (eso me lo dijo Montesinos). Mientras hacían su labor, el tipo me dijo que ellas son más bellas que Aldonza, la mujer más divina del barrio en donde vivo. Me arrecho. Le aclaro que mujer más buena que la mía no hay, y que se deje de pendejeras. Me pide disculpas y cuando va a continuar las mujeres me dicen unas cifras, un par de direcciones y me dan una llave. Y entonces desperté y me vi camino hacia ustedes, hacia la salida del túnel, hacia la luz en donde me esperaba tu cara de asustado Sancho”.
Sancho no me creyó nada, Aldonza. Me dijo que esas fueron las pepas que me metía, que me volé la cabeza contra algo, me desmayé y deliré. El estudiante quería saber más del cuento, pero no se veía convencido tampoco. Me resigné y bajé los hombros. Con angustia, empecé a llorar.” No pude llegar nunca donde los muchachos”, le dije a Sancho. “. El comando de la policía entró y listo. El gobierno se desmarcó de las acciones de la ETA. Levanté los cuerpos, limpié la vaina y ya”. No podía creerle nada. Me negué. “¿Y los gigantes? Hizo silencio. “tú lo que necesitas es una buena papa y unas birras chamo. Vamos que te brindo”.
Me fui con Sancho y el estudiante se pegó. Nos llegamos por Sabana Grande. Luego Sancho, en el camino a casa, pues insistió en acompañarme, me dijo que debería tomar vacaciones, que él tiene cuadrada una casita por Los Caracas, Teresa quiere salir y la carajita también, que me fuera con ellos. Le dije que le avisaba. No lo he hecho, hasta ahora.
Días después, pude ver por el cable a la Cindy sin dientes dando declaraciones en un programa de entrevistas. Contaba su versión de los hechos. Nada de lo que decía coincidía con lo que yo pude vivir en carne propia. Pero no importa Aldonza, yo sé que los terroristas siguen por ahí. Ellos tienen secuestrado a Pedro. Me lo susurró una de las mujeres de la cueva. Tengo la llave del lugar en donde lo tienen, la dirección en donde está él y el jefe de la ETA en Venezuela y las cantidades de dinero que manejan con las FARC para mantener sus negocios aquí. Aquí, en este bolsito Aldonza, tengo el hierro. Cuando entregue el turno salgo a buscar a los malditos esos. Me van a devolver a mi hijo. Me las van a pagar todas. Yo liberaré el alma de ese muchacho, el que maté sin querer, el que me pesa tanto adentro. Luego iré por los de Rodrigo, esa es la otra dirección que me entregaron. Tendré que esperar un par de meses para ese. Te guardo en mi bolsillo Aldonza, esta vez te vienes conmigo para que veas todo. Ya verá la Cindy sin dientes quien es el señor de esta historia. Ya verá Sancho que yo si tengo pantalones, y si le digo que vi gigantes con máscaras de gas es porque los vi. Ya verán mis vecinos cuando aparezca yo, Caballero de la Triste Figura, mensajero de los espectros del Metro, en la tele. Te mostraré ante el mundo, Aldonza, aunque crean ver en ti solo una muñeca que mueve la cabeza.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Línea 4 (3): Nuevo Circo

Ahora Aldonza, a estas horas, las estaciones están más llenas. En esta línea los tiempos de espera son mayores, y para colmo te anuncian el tiempo de llegada en unas pantallas. Eso ayuda, pero en un subterráneo, no sé para qué. Total, ¿a dónde vas a ir? La llegada del tren la hago relajado y suelo esperar un poco más a que se monte la gente, que se aglomera, como pasa en Ciudad Universitaria por ejemplo, o para ir a Caricuao. Pero ese día, hace un mes exactamente, las puertas de los vagones tardaron en cerrarse. El primer pensamiento fue la gente trabando las puertas. Di el anuncio de que deben dejarlas cerrar para seguir. Aun así me daba la señal el sistema de que seguían abiertas. Lo intenté nuevamente, sin lograrlo chama. Di un segundo llamado, diciendo que si hay algún contratiempo que presionen el botón de emergencia. Aun nada. Luego de dos intentos más, decidí salir. Encontré el pasillo de la estación vacío y con un silencio poco común. A dos metros de haber salido de la cabina, me encañonaron. Me señalaron entrar en el vagón, me quitaron el radio, me hicieron señas de que pusiera mis manos sobre la cabeza. El vagón estaba atestado de gente, con cara de pánico, en silencio. Al fondo, pude ver dos personas tiroteadas, y dos pistoleros más. Los tres tenían máscaras de gas. Supuse inmediatamente que eran varios. Muchos más. Tres o 4 por vagón, hablamos de más de 40 tipos. No emitían palabras, pero al murmullo de alguno, el otro respondía, por que debían tener comunicación por medio de las máscaras. En susurros, le pregunté a la doñita arrodillada en el piso, apoyándose en el bastón, qué pasó con los otros. “No dejaron de cantar cuando entraron, pensaron que era una broma supongo. Los mataron enseguida”. Vi las dos guitarras en el suelo, como mojones inmensos de perro. Nadie las tocaba, pero las miraban enfermizamente. Recordaban el susto supongo. De repente, me sacaron del vagón, y llevándose entre dos me empujaron hacia el final del Metro. En cada vagón el espectáculo era igual de atroz: mucha gente asustada, varios cadáveres en el suelo, gente con máscaras. Me metieron en el último vagón, el de las personas mayores. En ese no había nadie, solo tres jóvenes y unos 4 de los tipos. Todos eran muy altos, pero el más alto de ellos se quitó la máscara. Era rubio, de mirada clara, barba de varios días. Le preguntó unas cosas a los que me trajeron en un idioma que desconozco, y luego se dirigió a mí: Somos miembros activos de la ETA y esto es un acto político. Hemos secuestrado estos vagones de metro con vistas a dejar un precedente y un mensaje al gobierno español. Exigimos la liberación de los nuestros detenidos en suelo venezolano y el cese de las presiones sobre el gobierno de este país. No toleraremos injerencia externa en nuestras relaciones con el gobierno en ciernes de su país, ni intercesiones. A partir de este momento, usted recorrerá los vagones con dos de nosotros, y a solicitud de ellos, preguntará su nombre a quienes se les señale. Eso es todo por ahora.
No dije nada. No sabía que decir, bella. Me llevaron por los vagones. Tardaríamos más de una hora estimo en recorrerlos todos. Las personas a quien me señalaban, eran de aspecto ibérico, y las preguntas eran dos: ¿tienes pasaporte español?, ¿cuántos años tienes? La mayoría de las personas interpeladas tenían una edad entre 25 y 40 años. Las personas mayores de esa edad, o menores, eran dejadas de lado. El resto, los jóvenes, eran enviados hacia afuera, al último vagón supongo. Me extrañaba lo que pedían. Un anciano, al yo pasar por el tercero de los vagones de atrás hacia adelante, me susurró: “los van a matar. Los van a fusilar”. Me sucedió algo similar en dos vagones más adelante, con una doñita y un don. La primera me dijo “hacen lo mismo que hacían en la Guerra. Trate de escapar”, el segundo “van a matar a los descendientes de españoles, por traidores a la patria”. A él logré preguntarle, “¿cómo lo sabe”, y me respondió “fue lo mismo que pasó en Guernica, pero allá fue desde el aire”. Casi llegando al final, vi que separaba a algunos. Revisaban sus papeles y dejaban ir a algunos hacia los vagones, a otros los dejaban. Llegando uno, una muchacha le preguntó: “¿qué pasó?”, y el que llegaba le dijo, pálido, “a los apellidos vascos los dejan allá, al resto nos sueltan”. No había terminado de decir eso cuando de una ráfaga le dispararon a las piernas. Fue atronador, luego nos dimos cuenta que al resto le hacían lo mismo. No los mataban, pero les volaban los talones de Aquiles, los ligamentos de las rodillas. Lloraban, gritaban. Todos temblábamos, sin saber qué hacer. Una señora muy morena, se sacó un trapo, se agachó y empezó a envolverle la pierna a una muchacha, casi una niña. Miró a la cara a los enmascarados y les dijo “si no quieres que la ayude mátame”, y siguió haciendo su labor. Vimos que otros lo hacían, y suponemos, aunque sin saberlo, el Metro entero, por el ruido producto del movimiento. Hacia las escaleras, quedaban unas 10 personas. Niños y niñas, Aldonza, no más de 30 años. 7 muchachas y 3 muchachos. Temblaban y suspiraban, se quedaban mudos en su llanto. Les hablaban en su idioma, pero la mayoría no lo entendía. Solo uno respondió airadamente. Le dispararon en la cabeza sin chistar. Temía que quisieran violar a las muchachas, que hicieran alguna locura los dos chamitos que quedaban. Alguien tropezó una de las guitarras de los musiquitos, sonó el estruendo de las cuerdas y sin saber cómo lo hice salí disparado hacia la cabina del conductor del metro. Entré en él, cerré las puertas de todos los vagones y aceleré. Apliqué mucha velocidad y se escuchó a la gente cayéndose. Hacia la mitad de túnel desaceleré, hasta llegar a Teatros, la última estación. Estaba hasta los topes de policías, perros alemanes, comandos, cualquier vaina. Frené poco a poco, abrí las puertas y recibieron a la gente. En uno de los vagones quedó un terrorista, pero fue maniatado por la gente, coñaseado y entregado a los cuerpos. Los paramédicos llegaron por legión. Abrí la puerta, salí y vi a Sancho acercándose corriendo. “los carajitos, Sancho”. No me respondió. “Dejé a los otros carajitos atrás, en la estación. Los van a matar”. Me temblaba la voz, me di cuenta que gritaba muy alto. Sancho solo me dijo “estamos haciendo lo que podemos por entrar y poderlos sacar. El comando élite de la CICPC está trabajando en eso”. Me dijo Comando Élite y pensé inmediatamente en Rodrigo, muerto por los errores de ellos. Perdí toda esperanza para los muchachos. Iban a matarlos, Aldonza, no podrían hacer nada.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Línea 4 (2): Parque Central

Al empezar en la Línea 4, me llené de valor para afrontar lo que venía en el túnel. Nunca entendí por qué no busqué otro trabajo, preciosa. Las primeras veces, apenas en el 87, cuando me bajaba más blanco de lo que soy y entregaba el turno, me iba a buscar ron a cualquier barra antes de llegar a casa. Luego, un día, aparecieron unas pastillas en la sala de reposo, cuando iba a comer. Me sentaba en el mismo puesto siempre, ahí estaban. Una nota decía “Esto quita los fantasmas”. Las engullí. Eran dos siempre. Supuse que alguien viejo de la empresa, de los que inauguraron, del sindicato, me dejaba las pastillas. Los fantasmas no desaparecían en el túnel, sencillamente no me importaban. Era como si fueran una forma más de la luz. Con los años, supongo que el cuerpo se fue acostumbrando, sentía que perdían el efecto. Una vez dejé una nota que decía “más”, y al día siguiente tenía tres pastillas, ¿puedes creerlo? Pero esas también empezaron a perder su efecto. Y ahora, comenzando en esta nueva línea, apenas aparece una de vez en cuando. Hace dos meses me dejaron una nota “la crisis”, decía. ¿Qué bolas no? Me jodí, pensé inmediatamente. En esta Línea no he visto al primer espanto, pero sé que en cualquier momento aparecerá. Nunca faltan. No sé si podré soportarlo. Hoy me tomé un valium antes de salir de casa, y llevo otro guardado porsia las moscas. Tú me entiendes Aldonza. Me toca la hora del mediodía, lo que hace los tiempos más lentos, más cargados, más carajitos parando la puerta para entrar, más gente coleándose sin vergüenza, más musiquitos, enfermos, personas mayores. Los musiquitos acomodan el mediodía de algunos y a otros los encabronan. Los hay de todo tipo: guitarrita y temas de moda; arpa, cuatro y maracas; hiphoperos. La Cindy sin dientes se mudó hasta esta línea a ver cómo le va supongo. Sigue siendo la favorita de la fanaticada, suben videos suyos a yutube, ella hasta se entusiasma y piensa en un disco. Los enfermos no tienen fin, o los supuestos enfermos en muchos casos. Los vendedores son los más histéricos y gritones. Me ladillan los mediodías, pero por lo menos me entretienen, hacen que pase el tiempo más rápido.
Soy un hombre alto y delgado, para que sepas. Tengo algunas hermanas, que nunca se casaron, vagabundas, y un hermano muerto en un lance con la PTJ en los ochentas. Los malandros eran más, y lo acribillaron. Vivo, desde la muerte de Sofía, en una casa de alquiler por Puente Hierro, que comparto con una doña, una hija de una de mis hermanas y un italiano viejo que trabaja de barbero. En un anexo, vive un curita retirado, que fue confesor durante décadas en la parroquia Santa Rosalía de Palermo. Una vez intenté contarle lo que veía en el túnel, pero no entendía nada de lo que le decía, sólo hacía silencio y al final, antes de terminar de echarle el cuento incluso, me absolvió, me dijo que rezara tres avemarías y me despidió. Me quedé con todo el frío de los muertos adentro. No recé los avemarías. Cerca del Nuevo Circo hay una iglesia Evangélica y probé llegar hasta allá. Me recibieron. Me hicieron unos rezos, cantaron loas al Señor y me pidieron plata. Me arreché y me fui. Dejé la cosa de ese tamaño, no era cercano a verme con brujos ni santeros. Cargaría con mis fantasmas.
No recuerdo si de chamo veía aparecidos, Aldonza. La verdad que no. No sé a ciencia cierta cuando empecé a ver vainas. Creo que fue después de que me dieron de baja en la PTJ. Luego del encontronazo con los estudiantes de la Central. Los encapuchados eran una cosa seria, protestaban con horario incluso. No hacían más daño que suspender clases y trancar el tráfico. Pero hacia principios del 83, 84 de vez en cuando se ponían más violentos de lo que debían. Las veces que agarrábamos a algunos, cantaban que el grupo estaba conformado por varios grupos, que algunos eran violentos, que querían ver sangre, y sangre de tombos. No más de dos años después, hicimos un operativo. Le dimos con todo: peinillas, bombas lacrimógenas, agua, perdigones. Lloraban los coñitos. Pero de repente nos cayeron una docena por detrás, corriendo desde la avenida Victoria y nos agarraron desprevenidos. Yo conducía uno de los Jeeps, y tenía el brazo afuera. Me dieron un batazo que me lo fracturó en tres por lo menos. Con la fuerza que tenía, salí con el hierro y le eché tres plomazos al carajito ese. Los disparos se sucedieron. Hubo heridos, asfixiados por el gas. Detuvimos a varios. Reventó un peo grande: que si eran estudiantes, que nos iban a llevar a juicio por atentar contra los derechos humanos, que si tal. El hecho es que por esos años se acabaron las guerrillas urbanas; los encapuchados se lo tomaron más con soda de ahí en adelante. Y a mí, me anunciaron un ascenso, pero yo no podía con el muerto que cargaba encima. Tenía menos de veinticinco años seguro, casi la misma que tenía yo en ese tiempo. Era apenas un nuevo, reaccioné mal, se me fueron los tiempos. No aguanté esa vaina y dejé la PTJ. Además, el brazo me quedó jodido. Rodrigo siguió un tiempo más, a él si le gustaba mucho eso. Lo mandaron a Israel a hacer cursos incluso. Unos malandros se lo echaron encima en un operativo, mal hecho por supuesto, con el grupo Lince. Resultó mal chama. Quedó guindando de la soga de rapel, con la boca abierta y girando en el aire, como un muñeco de trapo.
Empecé a beber y a meterme vainas recién salido del cuerpo. Durante dos años estuve de cobrador de impuestos para la Alcaldía y me adjudicaron zonas lejanas de la ciudad. Me convertí en el tipo más detestado del Paraíso y Montalbán, por ejemplo. Todavía hoy me ven feo si paso por Caricuao. Apenas en la Católica me podían ver. Un día una gente del Pedagógico me reconoció en la calle, por fotos que tenían de un trabajo sobre los estudiantes en esa década, y dieron un mal pitazo a la Alcaldía. Me botaron. Los ahorros que tenía para irme a vivir a Florida, donde sé que los venezolanos estaban haciendo real, incluso luego del viernes negro, se me fueron en tratar de estirarlos sin fin. Pasé roncha, pero Sofía aguantaba y como trabajaba por su cuenta vendiendo cualquier vaina, sobrevivimos. Todavía vivíamos por Sabana Grande. Al llegar el bombazo de que Pedro venía en la barriga, me cagué, chama. Sofía y yo nos habíamos casado de 20 años, yo ya estaba en la PTJ de estudiante y me soltaban unos reales, así que me envalentoné y me la llevé a vivir conmigo. Para quedar bien con su viejo, me casé con ella al año. Y pensábamos aguantar full la llegada del chamo, cuando tuviéramos algo propio, pero eso no llegaba y nada, la preñé. Las cosas cambiaron drásticamente con eso. Metí papeles en el Metro, con una palanca de dos ex-compañeros de la PTJ que trabajaban en el departamento de Seguridad y hubo suerte. Pero los cargos que había eran de Operadores, conductores de Metro. Qué más, acepté, venía un chamo y la vaina estaba jodida. Además, no me ponían peros por el brazo jodido. Por ahí conocí a Sancho, que se hizo mi amigo casi enseguida.
Años después de comenzar en la chamba nueva, Sofía empieza a sentirse mal y un día va al médico. Cáncer de pecho. Nos dio en la madre eso, a Pedro y a mí. En menos de cuatro meses se puso chiquitica, se la cayó el pelo, Aldonza. No aguantó mucho la quimio, los médicos decían que no valía la pena ni siquiera extirparle el pecho. Nada, se nos murió. Pedro estaba ya grandecito, y entre mi trabajo, y unos tigres que estaba matando para terminar de pagar la plata que me prestaron para el entierro, se me echó a perder: se jubilaba del colegio, se juntó mal, robaba reproductores de carro, celulares. Un día me lo llevaron unos panas de la policía y me dijeron que lo moliera a palos, que se me iba a salir por la tangente el chamo, que no lo perdonarían la próxima vez. Nada de lo que hice resultó, mi reina, y cada vez que levantaba la correa para cuerearlo, no podía dejar de ver al chamo que lloriqueaba cuando viajaba conmigo en el Metro. Nada pude hacer, lo dejé andar, lo alimentaba y dormía en la casa, trataba de hablar con él. No sirvió de nada. Un domingo ya tenía cuatro días fuera de casa y el lunes, al volver de mi turno, no estaban sus cosas en el cuarto. Lo llamé al celular, le mandé correos, sin respuesta. No lo vi más.

martes, 31 de agosto de 2010

Línea 4: Zona Rental

Zona Rental

Desde la muerte de Sofía, las cosas con Pedro se pusieron, Aldonza, cuesta arriba. Antes de sus quince años había tomado un bolso y se había ido, dejando en la casa un vaho a derrota, a pérdida, semejante a la del boxeador cuando recoge sus cosas y se da cuenta de algún diente suyo que debe haber quedado en la lona y es ahora propiedad de alguno que lo utilizará para rezarle ensalmos. Fue un domingo su partida, entre mayo y junio, tiempos de día de la madre y del padre. Los tres años de la partida de su mamá no eran para celebrarlos; nosotros nunca celebramos el que me corresponde. Menos con la llegada de su pubertad, de la cercanía de su adolescencia. Nunca supe manejarlo. Sofía lo suavizaba, lo ponía mansito. Yo fui incapaz de ese heroísmo. Fui incapaz de por sí de ser el héroe que todo chamo se supone busca en el padre. No soy fuerte, no resuelvo, soy dubitativo. Mi trabajo no es admirable tampoco. Los padres de los amigos de Pedro, los pocos que existen realmente en el barrio, los que no marcaron la milla ante la noticia de la barriga, del embarazo inesperado, eran en su mayoría obreros colombianos. Cargadores de tierra, electricistas, hacedores de edificios, siempre tenían algo nuevo que mostrar: un baño, un terraplén, una cornisa, el asfaltado de una calle. Obras eran lo que mostraban, creaciones de sus manos. Los hombres somos hacedores, creadores, gente que resuelve los asuntos de los otros, de ellas, de los hijos. Así nos enseñaron. A pesar de las cervezas o el aguardiente de los viernes, los obreros cumplían con su mercadito para la casa, con sus juguetes simples para los muchachos. Los colombianos, digo. Los venezolanos se empipaban casi todo y de vaina una Harina Pan y un litro de leche llevaban a casa. A lo mejor una ñinguita de café. Más nada. Mi caso no es de hacedores. Soy conductor del Metro. No chofer de Metrobús, no esa vaina que significa ser un camionetero con corbata, no: conductor de Metro, Operador. Tengo veintitrés años siéndolo, chama. Inauguré la línea 2, allá en el 87 y ahora inauguro la línea 4. Los jefes confían en mí para eso. Y me gusta, siento que abro caminos nuevos para los habitantes de esta ciudad, los que se joden. Pensé, además, que esa labor era digna de admiración por parte de Pedro, o que podría serlo. Pero nunca fue así. Cuando estaba pequeño y lo paseaba en la cabina, sufría de un terror sin fin al adentrarnos en el túnel. No le gustaba, le tenía pavor. Las pocas veces que lo intenté, en las noches sufría de pesadillas y corría a nuestra cama. Se aferraba a su madre y me daba la espalda. Entendía que era apenas un carricito pegado a las faldas de su mami, pero con el tiempo las cosas no cambiaron. Era tanto el pavor que le daba el metro, que solo podía soportarlo de la mano de su madre, y con lágrimas en los ojos. El asma se le complicaba además, se bombeaba sin parar. Sofía tuvo que inventarse una ruta en la superficie para llevarlo al colegio, lo que significaba que debía salir más temprano del barrio. Eso lo hace solo una madre. No fui el ejemplo para mi hijo, el gran tipo. Yo pensé que todo se resumía en trabajar, ser honesto, estar pendiente de que nada le faltara, eso. No funcionó, Aldonza.
La nueva línea tiene cuatro estaciones. De ahí empalma con Plaza Venezuela y la gente se va a Coche o la Universidad. Faltan estaciones en ésta línea, no se compara con la Línea 1 ni las otras. La siento como un atajo para llegar Plaza Venezuela, más nada. Y ya yo voy perdiendo los tiempos de los retos. El sindicato cada día se pune más duro, más cerrado. Me he ido desligando. Tengo mis beneficios, tengo mis años de trabajo y mi jubilación. No quiero más nada: ni peos con el gobierno, ni bajos asuntos, ni huelgas. Un sindicato es una mafia legal, y llevo años haciéndome el loco ante esa mafia. Supongo que hasta eso me lo recriminaría Pedro: no cogiste unos reales, no ascendiste. Más de veinte años metido en el túnel. En el hueco negro, oscuro, feo. Escondido como un topo. Caminando hoyos. Encuevado.
A veces Sancho me entiende las vainas, los caprichos. Desde el primer día en ésta línea nueva, me ha entendido definitivamente. Antes le costaba, me ponía en dudas todo lo que le comentaba. De bolas, para alguien que se encarga de darles coñazos a los ladrones detrás de las puertas grises de las estaciones, de aleccionarlos desde la inauguración del Metro, nada sorprende realmente. Ni siquiera recoger las manchas de sangre, huesos y excrementos que dejan los suicidas cuando se lanzan, cosa que empezó a hacer desde la llegada de la línea 3. Los humoristas, los llama. Los jodedores, cuando anda encabronado. Sancho llegó en los setenta a Venezuela, hacia los finales, a trabajar con los franceses. Era un duro en su vaina: organizaba las cuadrillas de obreros, enseñó a un gentío, vio gente perderse en los huecos abiertos en la tierra. Peruanos, bolivianos, colombianos, criollos cayeron y no volvieron. Recuerda al papá de Sebastián. Recuerda cuando el papá de él desapareció, así, sin dejar huella. Uno nunca puede aprender a manejar eso, Aldonza. Un día no aguantó más y pidió cambio, después de la inauguración de la línea 1, en el año 85 si no recuerdo mal. En España, a pesar de lo bajo que era (le llevo una cabeza) había sido boxeador. De eso vivía en sus años mozos. Luego de fugarse del seminario de curas, se mantuvo en las calles echándole pichón a punta de coñazos. Y a punta de coñazos llegó a Francia, cruzándola en tiempos de visitar al santo en Compostela. Se mantenía vendiendo estampitas y otras cosas en el camino, en especial a los gringos, que ni de broma recorrían ese camino a pata. Con dólares, pesetas y algunos francos llegó al lado vasco en la otra cara de los Pirineos y se presentaba como “El gran Panza” en los cuadriláteros. Panza tenía, pero también un jab de izquierda que dejaba pendejo y lelo a más de uno y que quebraba todo a su paso. Un día lo bombearon entre varios en un bar, (lo aventaban por los aires), se ladilló de arreglarse la nariz quebrada, y se enroló como obrero en una construcción de bodegas vinateras. De ahí, bordeando Francia, llegó a Marsella, a Lyon, y de un solo golpe brincó a París. En cada avanzada hacía más plata en mejores construcciones. Ya siendo experto con los años en trabajos bajo tierra, lo encomendaron como buen trabajador en Rotival, luego lo picharon a la gente de San Francisco y con ellos llegó a Caracas. No tuvo rollos en venirse, nada lo ataba. Nada, hasta que se empató con Teresa y tuvo una carajita. Sancho, Aldonza, es mi pana, quizás el único que me quede en la compañía. No suelo hablar con más nadie. Cuando cuadramos los horarios, almorzamos por su casa en San Agustín o a veces en las noches nos llegamos por Bellas Artes a tomarnos unas cervezas. Los ojos grises, opacos de Sancho, me miran entre birra y birra. Me miran con compasión, con piedad, quizás de lo poco que le quedó de tiempos del seminario, además de un ritual de despedida que le hace a los suicidas cuando recoge sus cuerpos: saca una botella de vino de cocinar, la esparce por el lugar antes de aplicar el líquido para limpiar los rieles, y dice “la sangre ahora se purifica con la carne, y se hace una con la tierra, sus metales, sus miserias. Púdrete, cadáver”. Hace la señal de la cruz como lo hacen los ortodoxos, para llevarle la contraria a la Iglesia romana y ser más hereje de lo que es, y se tira un peo. Es una mierda, pero por lo menos considera las almas de esos malditos. Un día me comentó que, desde que existe el Metrocable, la vida terminó de ser una perfecta ironía. Él, topo, que siempre ha vivido bajo tierra, ahora moviéndose por los aires. Que le provoca lanzarse de clavado y ver si cae cerca del Calvario. Se ríe. Yo me orino de la risa. En su dureza piadosa también me dice que me olvide de mi carajito. “Pedro es un hombre y se marchó, déjale hacer su vida y sigue con la tuya. Así son las cosas siempre”. Sancho me escucha mis peas, esas en las que nunca lloro y me da por hablar más pausado de lo que hablo. Y le cuento lo que veo dentro de los túneles. Sólo tú y él saben de los espantos. En cada línea lo que veo cambia. En la línea 2 se veían indios. Indígenas. Caribes. Me hacía señales, me gritaban, hacían señales para que me detuviera, golpeaban el vidrio. Al principio, me chorreaba. Pensaba que no duraría en el trabajo. Luego, me concentraba en acelerar unos segundos más de lo que debía, y cerraba los ojos. Los rostros se veían en los trazos de luz cuando ya todo el tren estaba adentro del túnel. Pensé que con el tiempo lo manejaría. Al pasar a la línea 3 se sumaron rostros de blancos, de gente vestida para una gran comida, arreglada, cadavérica pero arreglada. Veía que increpaban con voces, pero nunca pude entender del todo qué decían, así me esforzara en leer sus labios. A esa velocidad, era muy difícil. Una vez hicieron un Congreso de sistemas subterráneos de transportes, y entre copa y copa, un argentino me comentó que en el Subte no era muy distinto, más en las rutas viejas, las cercanas a Plaza de Mayo. Decía que eran los muertos de la Boca, pues el subterráneo no llegó nunca hasta allá. Los mexicanos eran más exagerados: aztecas, el mismo Moctezuma, conquistadores, los franceses que invadieron hace más de cien años, y hasta los abandonados por los rescatistas en tiempos del terremoto de hace unos años. No les creí mucho, el metro allá no es subterráneo. Pero los gringos de Nueva York o los mismos franceses de París, tan serios y tan comemierdas, pelaron los ojos cuando lo comentaba. No dijeron nada, pero sé que sus historias no serían tan distintas a la mía. Sancho solo tenía una palabra cuando le contaba esto: superstición. O varias: “perdóname mi pana, hermano, que de todo lo que me cuentas, Dios mío… perdón, debo decir más bien el diablo… si te creo algo”. Ateo como era, ateo militante además, que se encargaba de dejar volantes en los asientos de los vagones, decía que eso era simplemente paja. “No es a espectros a lo que hay que tenerle miedo, es a los vivos y cómo manchan los rieles cuando se matan o como lloran cuando le destripas las bolas con alicates”. Tú no crees en nada, le increpo. “No, no creo en nada, respondía”. Y era verdad: tratar con ladrones y suicidas endurece. “Eres duro entre tanta miseria en la que trabajas”. “No”, me decía otra vez:” Mámate el franquismo para que veas lo que endurece. Ustedes en este país, en donde llevo años viviendo y culeando y trabajando y esperando la muerte sonriente y negra, perdieron el fogueo, la conciencia del dolor, de pasarla mal. La democracia los volvió un masacote, los volvió pupú, gente sin guáramo (una de sus palabras criollas favoritas, que repetía como un mantra). Se volvieron débiles. Yo escucho los cuentos de los que no son de acá y lo confirmo. No han llevado palo del bueno desde hace años y así no se hace el carácter. Tú podrás ver fantasmitas, todos ven fantasmitas acá, eso no te ha hecho más fuerte”. No sabía nunca que responderle cuando me atacaba con esas palabras. Bajaba los hombros. Me despedía con un leve “hasta mañana”.