viernes, 8 de junio de 2012

Mecánica del rapto (V-final)-de la fuga de Ismael Da Silva


CINCO.
Paró el autobús en la Torre Europa; a la altura de la Avenida Solano ya había pagado el pasaje y se vio avanzando hacia la Avenida Libertador. Era temprano; no había tomado café. Lo iba saboreando y respirando con los ojos cerrados, olvidándose de lo sucedido en la madrugada. Ya El Rosal no es como antes, mucho menos Sabana Grande. Eso le dijeron desde que llegó a la ciudad. Al entrar en la Andrés Bello, dando el autobús un giro, abrió los ojos. Pronto llegaría a la Iglesia de la Chiquinquirá y tendría que bajarse. Quedó atrás la Avenida los Jabillos, quedó atrás Niní & Amalia. Bajó por la larga avenida, otra vez hacia la Libertador, ahora a pie. Fue contemplando los edificios, la vegetación, las personas y sus perros. Los mira con piedad; piensa, llevado por la costumbre, acercárseles, pero no se siente con fuerzas. Apretó el libro de siempre en sus manos. Alzó la vista al cielo, murmuró unas palabras y siguió su camino. Al llegar a Kristy Café, fue por un guayoyo. Se bebió dos. Grandes. Hirviendo. No podía con la tristeza ahora que se encontraba tan cerca de la funeraria. No era la de la esquina, la más grande. Era esta, la que tenía al frente. El café le dejó la lengua seca, algo que solía atormentarlo. En la entrada vio a Juan, el viejo compañero de la cárcel y más allá, al Pastor, que era su objetivo. Pero él vendría después.
Recordó las palabras de Jeremías en la cárcel, esas que pronunció una vez, luego de convertirse: nada podrá salvarlos a ustedes. 
Marcó el teléfono, y transmitió las ocho grabaciones que tenía: todas las cinco historias. En cuestión de minutos, le llegarían a sus jefes. Sería de utilidad para la Resistencia.

 Pidió una botella de agua, canceló, y decidió, al fin, entrar a ver el cuerpo sin alma del Profeta.

martes, 5 de junio de 2012

Mecánica del rapto (IV)-de la fuga de Ismael Da Silva


CUATRO.
Llegué al estadio, vía Metro. Era un infierno: cientos de personas de las camisas del equipo y sus colores, desfilaban delante de mí. Agazapado, fui avanzando hasta salir al Parque Canaán, el gran espacio de áreas verdes en donde antes estaba la antigua universidad, cerrada desde el 2012. Todos sabíamos esa fecha, pues la enseñaban en el colegio como el año en que nos liberamos de los falsos conocimientos, de las mentiras del mundo. Se intentó hacer una escuela de Teología en ella, pero fracasó porque se inscribían los antiguos alumnos, llenos de nostalgia, buscando seguir en sus aulas y por lo menos discutir algo en ellas. Los expulsaron. Y al ser tan pocos los que quedaban, se decidió trasladar la escuela a otro lado. Hoy, la antigua Catedral, derrumbada, brindó el espacio para su existencia.

Avancé  por la entrada de la avenida Los Profetas, y caminé con la multitud. Llegamos rápido. Yo busqué a los representantes de la Iglesia, y me hicieron pasar a los vestidores del equipo. Ahí, saludé a todos y los invité a rezar conmigo. Algunos, los no convertidos, lo hicieron de mala gana. Oré con más fuerza por ellos y le pedí al Señor que abriera sus corazones al fuego divino. Alguno hizo un comentario burlón al escuchar eso, y lo fulminé con la mirada. Luego que salieron todos, a prepararse para el juego, con las voces de las multitudes furiosas y contentas, pedí que me dejaran solo.

Me sentí en un banco y observé a mí alrededor. Muy pronto estos muchachos regresarían a este vestidor con caras de derrota o de victoria. Debía hacer lo imposible porque fuera lo último, y contaba con la fuerza de Dios para inspirar a todos. Dios estaba en mi voz, en mi garganta, y sé que con su fuerza ganaríamos.
Hice silencio dentro de mí. Pensé en mi madre, mi padre, mis hermanos; pensé en Rita y en lo que me dijo, e igual en Ismael; se me aceleró el corazón con mucha rapidez al pensar en Karla, y me temblaban las piernas. Por último, recordé las palabras de mi Pastor, y lleno de valor  me encaminé hasta la entrada del campo.

Al salir, y estar en la grama, me di cuenta que este era el mayor templo de esta ciudad. Este era el lugar para predicarles a todos, para convertirlos a la gracia de Dios nuestro Señor. Me hicieron señas para que me acercara al medio del campo y, luego de presentarme ante el público, me dijeron que luego del canto del Salmo 5, el Himno oficial del país, podría empezar a predicar, pues ya el canto de los andinos había sucedido. Hice silencio para cantar con todos:
                        Escucha, Oh Jehová, mis palabras;
Considera la meditación mía.
                        Está atento a la voz de mi clamor, Rey mío y Dios mío,
                        Porque a ti oraré.
                        Oh Jehová, mañana oirás mi voz;
                        De mañana me presentaré a ti y esperaré.
                        Porque tú no eres un Dios que ame la maldad:
                        El malo no habitará junto a ti.
                        No estarán los insensatos delante de tus ojos;
                        Aborreces a todos los que obran iniquidad.
                        Destruirás a los que hablan mentiras:
                        Al hombre de sangres y de engaño abominará Jehová.
                        Y yo en la multitud de tu misericordia entraré en tu casa:
                        Adoraré hacia el templo de tu santidad en tu temor.
                        Guíame, Jehová, en tu justicia a causa de mis enemigos;
                        Endereza delante de mí tu camino.
                        Porque no hay en su boca rectitud:
sus entrañas son pravedades;
sepulcro abierto su garganta:
con su lengua lisonjearán.
Desbarátalos, oh Dios;
Caigan de sus consejos:
Por la multitud de sus rebeliones, échalos.
Porque se rebelaron contra ti.
Y alegrarse han todos los que en ti confían;
Para siempre darán voces de júbilo, porque tú los defiendes;
Y en ti se regocijarán los que aman tu nombre.
Porque tu, oh Jehová, bendecirás al justo;
Lo cercarás de benevolencia como con un escudo.

Al finalizar, la gente del Deportivo Táchira estaba en silencio, y la barra de nuestro equipo, gloriosa en el Señor. Entonces comencé mis palabras:
Yo me he sacrificado: me libré hace algunos de aquello que me ataba a esta tierra. Soy un hombre, pero no lo soy tampoco. Soy un hombre de Dios, en quien Dios vive, como puede y debe vivir en ustedes. Nos ha enseñado él desde siempre a seguir su palabra: nos la enseñó Jacob e Isaac, David y Amós, Job y Nehemías y por eso estamos aquí, en este gran templo, en este estadio que es hoy un templo del Señor: ¡para glorificarlo derrotando a los infieles andinos!

Gritos de locura acompañaban mi prédica. Con el micrófono, se ampliaba mi voz, que es la de Dios, hacia todos estos nuevos hermanos.

Desde aquel día en que renuncié a la tierra, a sus placeres superficiales y sin sentido, soy un hombre nuevo, y ustedes pueden ser hombres nuevos y mujeres nuevas también. Vean a este hombre que les habla, otro por completo desde que es del Señor, otro por entero, bendiciendo a nuestro equipo para su triunfo total.

Yo declaro, con esta bendición en nombre de Jehová, que derrotaremos por muchos tantos a este equipo de infieles, de camisetas amarillas, de acento despreciable. Nosotros, el pueblo de Dios, habitantes de esta ciudad que es la Nueva Jerusalén del mundo, ganaremos este partido, así como todo el campeonato.

¡Ha hablado el profeta del Señor, aleluya!
La última palabra resonó durante más de 10 minutos en todo el estadio, y probablemente hasta Plaza Yavé y más allá. Al retirarme a mi asiento, supe claramente que ganaríamos.

El partido comenzó claramente a nuestro favor. Al minuto ocho, hubo un poste que maldecimos. Luego el juego continuó con un juego frenético hasta el minuto 24, en que hicimos el primero, seguramente de muchos, goles. El lugar se estremecía. Loas y loas al Señor se entonaban de nuestro lado del estadio. Más de cinco minutos de celebración tuvimos, en donde los árbitros no encontraban qué hacer. Al reanudarse el juego, el equipo contrario comenzó a jugar sucio. Nuestros jugadores terminaban derribados cada cinco metros. Dos tarjetas amarillas solucionaron por un tiempo eso, pero el marcaje frontal continuó. Entonces vino la hecatombe: en el minutos 42, en un descuido del medio campo, metieron un balón desde atrás y el alero izquierdo de los contrarios corrió, lo alcanzó, se quitó a uno de encima y pateó haciendo un tanto. Sin tiempo que perder, el equipo reanudó el juego, sin resultados mayores. El primer tiempo terminó 1 a 1, y se fueron al descanso.
No podía creer lo que sucedía. Empecé a correr de un lado a otro, a increpar a los jugadores y a rezar en medio de ellos en el vestidor, para llenarlos de ánimo. Pero la tensión era muy fuerte, y no se preocuparon tanto por mí, sino por las indicaciones del entrenador, que me miraba impaciente. Las lágrimas brotaban como chorros. Me sentí maldito como Job. ¿Qué pasaba con mi voz?, ¿qué pasaba con la voz del Señor en mí? Sin tiempo a pensar más, vino el llamado del equipo al campo, y entonces supe lo que debía hacer. Corrí hacia el medio del campo con el micrófono y pedí silencio.
Entonces hablé:
            No deben dudar de nuestra victoria, hermanos. Más de 40 años pasó el pueblo de Israel en Egipto, y el señor no retiró su mano de él. Nuestro hermano Job sufrió mares, sin olvidarnos de nuestro señor, que murió en la Cruz por nosotros. Apenas comienza el juego. Que la fe no nos abandone.

¡El Señor me dice que hay pecado entre nosotros en este Templo!. Que no nos liberamos de aquello que nos mueve a creer. Estamos todavía atados al pasado, y con ese pasado no podremos triunfar. ¡¡¡Libérense, libérense!!!

Así, poco a poco me fui quitando los zapatos y la corbata, invitando a todos a hacerlo. Luego la camisa, y en todo me acompañaron los nuestros, menos los jugadores por razones del reglamento. Arranqué la correa de mi pantalón e increpé:

¡¡¡Con el látigo del Señor derrotaremos a estos infieles; con su fuerza los aplastaremos como a Sodoma y Gomorra!!!!

El pueblo me acompañaba, y en el delirio de Dios me liberé de los pantalones, y luego de mi ropa interior, invitándolos a sentirse libres en la Palabra divina, a creer con fervor. Y entonces, el grito de estupor y vergüenza de muchos resonó en el Templo.

¡¡¡Yo soy un hombre libre, libre de esta tierra impura del destierro!!

¡¡Mírenme!! Hace años, siendo un hombre pecador, violé a un hombre en la cárcel. Sí, lo violé. No tenía otra opción para sobrevivir, me lo indicaron los matones del precinto.

Empecé a llorar, y me puse de rodillas.

Por ese pecado mayor, un día decidí que debía renunciar a mi hombría. Me castré. Si, me castré con un chuzo que me vendió un Guardia Nacional. ¡¡¡Lo hice y no me arrepiento!!! ¡¡¡Lo hice y lo volvería a hacer!!! Pues yo soy del Señor, y solamente de él. ¡¡Arrepiéntanse y conviértanse al Señor, libérense de todo aquello que los ate!!
Bien nos dijo en los Evangelios: ¡¡si un ojo es causa de pecado, quítate el ojo!! Yo he cumplido la palabra del Señor y él, por medio de mis manos y mi voz, me dará la victoria.
Mientras hablaba, de rodillas y abrasados los ojos por las lágrimas y el sudor, desnudo en medio del campo, no me di cuenta que la mitad de nuestras gradas se vaciaron. Ni de cómo el ruido ensordecedor de los insultos y escupitajos me envolvían. Habían apagado el micrófono hacía varios minutos y mi voz no resonó más en el estadio.

Varios hombres me tomaron por los hombros, me cubrieron con unas sábanas y me acompañaron hacia la salida del lugar. Ahí, me entregaron mi ropa y mi Biblia, y se retiraron. Pero yo no me resigné. Sin que se dieran cuenta, subí hasta los escalones más altos y en silencio, pues había enronquecido como jamás me había pasado, vi a nuestro equipo ser humillado 3 goles a 1, sin contar los dos expulsados por tarjeta roja.

No podía creerlo. Grité, grité desesperado, porque el Señor me había abandonado. Me quedé sentado en ese lugar, escondido, mientras se vaciaba el estadio y vi algo que me aterrorizó: en la pantalla grande, estaba el rostro de Ismael mirándome. “Escuché todo”, me dijo con todo el eco del lugar. “Por lo menos, a ellos no los engañaste”. Y se fue de la pantalla.

Salí del estadio por la salida hacia Plaza Yahvé, y ahí corrí por el puente sobre el río.


Bajé los hombros y quedé desnudo, desnudo en ese puente iluminado por la hora de la torre Sión. Iluminado por la hora de encontrarme con el Señor.

Lancé la Biblia al río. Y enseguida la seguí.

domingo, 3 de junio de 2012

Mecánica del rapto (III)-de la fuga de Ismael Da Silva


TRES.
Caminé hasta La California, crucé la zona de casas e industrias, y tomé el Metrobús antes de Caurimare. Debía ir a La Guairita antes de encaminarme a Chacaíto. El tráfico fluía. Poco después de montarme (no había puesto en el Metrobús), pude ver a unos tres hombres y una mujer conversando. Los hombres, con camisa blanca manga corta, corbata y una placa que decía: Iglesia de los santos de los últimos días. Mormones. Tenían desde hace años una iglesia en Caurimare, y habían captado muchos adeptos desde que construyeron la Catedral en donde antes estaba Plaza las Américas. Dominaban en la zona de El Cafetal. El consumo de café había desaparecido, entre otras cosas. Paganos. Herejes. Mi mirada encendida fue captada por la mujer, en especial al ver mi Biblia y mi vestimenta. Dirigí mi mirada hacia la ventana: justo pasábamos frente a su primera Iglesia. Se habían ampliado: compraron los terrenos del Centro Comercial Caurimare, donde antes según me contaban hubo un cine y lugares donde comer. Parece que también un Quintas Leonor, esas ventas de ropa por departamento, económicas. Ellos acabaron con eso. Extendieron la Iglesia, compraron también una bomba de gasolina que había en frente y unieron los espacios con un puente. Pagaban muchos impuestos a la Alcaldía: ellos lo aprobaron de inmediato. Al avanzar hacia San Luis, pude ver que los tres hombres me observaban con hostilidad. Uno, el mayor, rubio, claramente norteamericano, me preguntó en un español que daba risa, qué hacía por esta zona. Pensé en no responderle, en simplemente sacudir mis zapatos y apartarme de ellos, pero no podía moverme por la cantidad de gente que había en el transporte. Lo encaré: voy a visitar a unos hermanos. ¿Dónde?, me increpó. En La Guairita, respondí. Hizo silencio. Ese espacio será también nuestro, dijo, y sin más, continuó conversando con sus compañeros. La ira del Señor me empezó a abrasar. Levanté el rostro y anuncié con toda la fuerza de mi voz:
Sin profecía el pueblo será disipado: más el que guarda la Ley, bienaventurado él.
El siervo no se corregirá con palabras, porque entiende, más no corresponde.

El Metrobús entero hizo silencio. Ellos se batían de la rabia. Uno de ellos intentó responderme. Su voz daba risa. La voz, infiel, le dije, la voz lo es todo. El Señor habla por mi voz, porque mi voz es de él. Él habla a través de mi, no de ti, y todos aquí pueden constatarlo. Cuando intentó replicarme, le recité con la mayor hondura en mi garganta:
¡Ay de la ciudad ensuciada y contaminada y opresora!

No escuchó la voz, ni recibió la disciplina; no se confió en Jehová, no se acercó a su Dios.

Sus príncipes en medio de ella son leones bramadores: sus jueces, lobos de tarde que no dejan hueso para la mañana:

Sus profetas, livianos hombres prevaricadores: sus sacerdotes contaminaron el santuario, falsearon la Ley.

Jehová justo en medio de ella, no hará iniquidad: de mañana sacará a luz su juicio, nunca falta: más el perverso no tiene vergüenza.

Hice talar gentes; sus castillos están asolados; hice desiertas sus calles, hasta no quedar quien pase: sus ciudades están asoladas hasta no quedar hombre, hasta no quedar morador.

Dije: ciertamente, me temerás y recibirás corrección; y no será su habitación derruida por todo aquello sobre que los visité. Más ellos se levantaron de mañana, y corrompieron todas sus obras.

Esto dice el Señor, les dije, en Proverbios y en Sofonías, pero su ignorancia no les permitirá entenderlo. Esta es la historia de esta ciudad y de todas las ciudades de estas regiones. Estas Iglesias, estos templos suyos, heréticos, caerían por la fuerza de la voz del Señor.

Sin responder, con la cabeza baja, se bajaron en la siguiente parada. El Metrobús siguió su camino hasta el final.
Cuando me bajaba, alguien me tomó por el brazo. Era Ismael. Me hizo señas de que lo siguiera. Caminamos vía Santa Clara, en la misma ruta que la Guairita, y entramos a un Parque. Me dijo que me sentara.
-       Jeremías, cómo estás. Me llamaste. Al principio no te reconocí, sabes, por tu voz.
-       Le pasa a todo el que me ha conocido antes de mi transformación por el Señor.
-       “Entiendo”, me dice sospechoso. Lleva unos lentes oscuros, un sombrero, ropa casual y sencilla. “Te escuché en el Metrobús. Te vengo siguiendo desde hace rato. Sonaste muy fundamentalista Jeremías, no eras así cuando predicabas en la cárcel”.
-       Es que yo soy otro, Ismael. Otro. El Señor vive en mí, en mi voz, y con ella cambio la vida pecadora de los otros.
-       ¿Y si los otros no quieres cambiar?
-       Es inevitable. Estoy seguro que incluso ahora sí lograré que te conviertas.
-       No, Jeremías. No. Mi alma es distinta. Hace tiempo dejó de creer en encantadores de serpientes. Hace tiempo no, nunca.
-       Para mi es imposible eso. Yo no sufro de esas emociones. Soy un hombre espiritual. Este cuerpo apenas es un pretexto.
-       ……….
Ismael se me quedó mirando, cada vez más sospechosamente. Se quitó los lentes y pude ver muchas cicatrices en su cara.
-       ¿Desde cuando tienes eso?
-       Después de fugarme de El Dorado, fui a hacer un trabajo y me atraparon al poco de partir de esa isla.
-       ¿Cuál isla?
-       “Ah, ¿no lo sabes tampoco?” Hice silencio- “Después del terremoto, la mitad de la montaña, del Ávila, se convirtió en una isla, junto con el puerto a sus faldas. Se desprendió y avanzó en el mar. Jeremías, por eso no dejan circular aviones ni nada parecido por el cielo aéreo de Santiago. Por eso esta ciudad dejó de llamarse Caracas: ahora es otra”.
-       ¿Sí aceptas que la ciudad cambiara pero no que yo cambiara?
-       La gente cambia cuando algo horrible le sucede. Y que yo sepa, en El Dorado a ti nadie te puso una mano encima.
-       Tienes razón, pero esos cambios también suceden cuando el Señor interviene. Recuerda a Abraham, recuerda a Moisés, a Pablo.
-       Sí: todos muertos, en especial Pablo. Ese murió de mala manera.
-       Ese no es el punto, el punto es que el cambio es posible. Por favor, no discutamos más esto. ¿dónde está el chip?
-       Ya te dije la información que tengo Jeremías, ya te la dije. Si tu me crees es tu problema. Ya nuestros caminos son distintos, muy distintos. Mi trabajo es acabar con tu Iglesia, con las repúblicas vecinas que los apoyan a ustedes. Lo siento, debo irme.
-       ¿a dónde vas?
-       Me voy a Abreu y Lima, el país al norte de Brasil, federado con ustedes.
-       No entiendo de qué hablas. Ese país no existe.
-       Te han ocultado mucha información. El mundo cambió mucho, drásticamente desde hace tiempo. Venezuela, Brasil, Caracas, son cosas imaginarias. El mundo tiene otros nombres, otras realidades. Y ustedes son un anacronismo más.

Lo vi marcharse, y mientras lo hacía, apagué el grabador. Con este video y este audio, podría hacerlo detener enseguida, apenas con pulsar un botón. Todas las cámaras de la ciudad, las miles sembradas en ella, proyectarían su imagen y sería encontrado inmediatamente. Pero me interesa averiguar primero la verdad. Si los otros tienen el chip. O si los míos lo tienen.